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Confinamiento de un Bartender

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ADIOS, LUCÍA

(por Santiago Escribano)

Santiago Escribano

Adiós, Lucía nos cuenta de la mano de su protagonista cómo vive el mundo de la hostelería el confinamiento con motivo de la pandemia del COVID-19. Nos lleva por los    altibajos que vive una persona en esta situación; cómo intentamos ser duros como rocas pero en poco tiempo nos damos cuenta de que las rocas no flotan en el agua. La soledad que siente la persona recluida, la preocupación por sus seres queridos, la añoranza de los otrora monótonos quehaceres diarios, y las incógnitas que surgen y que sólo traen más preguntas.  Pero Adiós, Lucía es sobre todo una historia de superación donde no rigen las leyes de la física, y donde esa roca que se hunde en el agua ha de tocar fondo para salir a flote.

Como siempre hacía antes de empezar el servicio, encendió el pequeño televisor del office y se sentó en la silla. En una mano el viejo mando de la televisión; en la otra su cena. Era su hora de descanso. Mientras daba otro bocado a su sándwich de atún, Lucía se daba cuenta de que todo iba a cambiar. Las noticias eran preocupantes, pero su instinto le decía que eran mucho más preocupantes de lo que el tubo catódico de esa antigua televisión dejaba ver. Las palabras del presentador hacían eco en la habitación: “El Gobierno va a decretar el estado de alarma desde mañana sábado día 14 de marzo, lo que significa…” Y con su trémulo dedo índice pulsó el desgastado botón rojo de stand by del mando: ya había escuchado suficiente… sabía que el servicio del viernes se tenía que suspender.

Lucía regentaba una coqueta coctelería en pleno centro de su ciudad. Era una rebelde, bueno, una ex-rebelde como le gustaba decir cuando bromeaba. Esto le llevó a dejar pronto el instituto y tener que ayudar en el bar de sus padres donde, al ritmo de las rumbas que tanto le gustaba poner a su tío, se enamoró de la profesión. Tiempo después decidió poner tierra de por medio e irse a la capital: tras muchas idas y venidas, trabajar en locales de mala muerte, (incluso intentar abrir uno sin mucho éxito) cerrar discotecas al alba y dar servicios con tremendas resacas pensó que había sido suficiente. No había venido a la capital a esto. Había venido al centro neurálgico del trabajo que tanto amaba para aprender: así qué decidió redimirse y volver a estudiar. Pero esta vez iba a estudiar lo que a ella le gustaba: coctelería. No tardó mucho en comenzar a trabajar en los mejores locales de la zona donde estudiaba ya que su atrayente personalidad y dulce voz eran más hipnotizantes incluso que sus espirituosas pócimas detrás de la barra. Y entonces fue cuando llegó la hora de volver a casa.

Hoy, a sus treinta y muchos, entre su cabello recogido con trenza se puede distinguir ya alguna cana. No se teñía, le gustaba que se intuyese algún síntoma de que ya no era esa chica rebelde. Para ella las canas imponían respeto y confiaban autoridad a quien las portaba. Llamó a sus empleados: Mercedes, la joven bartender que estaba en ese preciso instante elaborando un old fashioned a uno de los clientes habituales; Julián, el coqueto novio de Mercedes de profundísimos ojos azules; Juan Carlos, que además de su head bartender era su confidente y amigo; Sebastián, que en ese momento estaba también cenando en su descanso y su avidez le hizo suponerse el fatal desenlace que poco después le confirmaría Lucía, y Pedrito, el vivaz y risueño barback al que tuvo que llamar dos veces ya que, como siempre, estaba realizando las preelaboraciones para el servicio del viernes con los cascos del teléfono móvil conectados.

—Os tengo que dar una noticia – Dijo Lucía con voz calmada y autoritaria

—Te escuchamos – Respondieron casi al unísono asintiendo a su vez con la cabeza.

—Tenemos que cerrar unos días. – Continuó ella – Tenemos que hacer algo antes de que esta plaga se esparza. No voy a jugar con vuestra salud ni con la de los clientes y ahora lo mejor esestar en casa. Pero tened en cuenta una cosa: yo no os voy a abandonar. Es posible que lo pasemos mal económicamente, pero el dinero va y viene. La mejor manera de tener otraoportunidad en la vida es estando con vida…

“La mejor manera de tener otra oportunidad en la vida es estando con vida”

Esas palabras se grabaron a fuego en las mentes de Julián, Mercedes, Juan Carlos, Sebastián y Pedrito. Y con ellas en la cabeza junto con miles de dudas aunque fiándose de Lucía se fueron a casa.

Mientras Lucía apagaba las luces de su local y enfilaba su andar pausado a la calle, intentaba auto-convencerse de las palabras que minutos antes les había manifestado a sus compañeros. Sacó del bolso las llaves de la cerradura, hoy más frías que nunca. Su reflejo en el cristal le devolvía la mirada amenazante como si fuera la siniestra sombra de su otro yo diciéndole “no te vayas, sigue abriendo”. Sintió miedo, pero sólo dejó que ese miedo le bloquease durante cinco segundos. No más. Entonces su sentido común tomó el control y tras un pequeño empujón para asegurarse que la puerta estaba cerrada dio la espalda a su reflejo camino a casa sin saber por cuánto tiempo no iba a poder volver a su coctelería.

Ese fin de semana no durmió bien. Su cabeza no paraba de pensar en cómo reducir gastos, negociar con proveedores, qué pasaría con el alquiler. Lo había invertido todo en ese local, además de avalar un préstamo con su casa para comprar maquinaria y muebles. Toda su vida estaba en esa pequeña coctelería… pero lo que más le preocupaba era qué pasaría con ellos: sus compañeros. Tan sólo dos minutos antes había estado hablando con su gestor y le había dado una solución: con un expediente regulador temporal de empleo se aseguraría que sus empleados cobrarían el paro y el Gobierno bonificaría la cuota empresarial a la Seguridad Social. Pero le esperaba una sorpresa, esta vez agradable: el Estado sí había pensado en los autónomos y las pequeñas empresas: Lucía podría cobrar la baja por incapacidad al verse interrumpida su actividad. Ella, siempre positiva, volvía a ver el vaso medio lleno.

Vinieron días extraños, monótonos. En los que el antes rutinario hecho de sacar la basura al anochecer era ahora una exótica liberación del confinamiento impuesto. El sentir cuando soplaba el viento que el frío le entumecía los talones dejados al descubierto por las zapatillas de andar por casa y le levantaba levemente su bata mientras las hojas secas de los árboles caían ante ella, formando una alfombra parda que le guiaba hasta su “glorioso“ destino: el contenedor. Pero ese insignificante paseo ella lo valoraba más que si hubiera desfilado triunfante por las pasarelas de moda de Milán.

Y entonces, sin más y sin saber por qué le eligió a ella… se presentó sin avisar. “Qué cansancio”. Lucía creyó al levantarse que no habría dormido bien. “Será la fatiga mental a la que me he visto sometida”-pensó-. Se dirigió al baño apoyándose casi sin fuerzas en la pared, esquivando como podía los muebles del pasillo. Esos diez pasos la dejaron exhausta. Abrió la puerta del baño apoyando su peso en el pomo y empujó la hoja buscando desesperadamente un lugar donde sentarse. Posada en el retrete, la idea inicial de ducharse y desayunar dio paso a intentar llegar al armario del baño para coger el termómetro. Antes de abrir el mueble pudo ver en el espejo la versión más demacrada de ella misma que había visto en mucho tiempo.  Semblante lánguido, tez pálida, ojos hundidos… Ya en posesión del termómetro, su temblorosa mano derecha lo colocó, no sin dificultad, bajo su axila. Tres pitidos. Ya tenía el resultado. Aunque Lucía se conocía bien y en esos diez interminables pasos tuvo tiempo suficiente para darse cuenta de lo que pasaba… 38, 6º C. Coronavirus…

CAPITULO 2

Lucia vivía sola en un espacioso  dúplex. Sus padres habían fallecido y ya no tenía ningún tipo de contacto con su tío. Nada más entrar, la gran alfombra de figuras geométricas que te daba la bienvenida silenciando tus pasos llevaba directamente a un vasto salón magnificado por sus altos techos y amplios ventanales que dejaban entrar los rayos del sol por las cortinas estilo asiático con motivos del sakura, milenario cerezo japonés de flores rosas. Justo en medio, bajo una lámpara de papel, quedaba el mullido sofá de color blanco hueso en forma de U junto con una mesa de centro repleta de libros de coctelería y en la pared del fondo, al lado de donde descansaba la televisión, ocupando toda la esquina de la parte izquierda, Lucía tenía su rincón preferido de la casa, su remanso de paz: una pequeña barra estilo barroco de madera tallada color wengué con acolchado de terciopelo púrpura. Su propio speakeasy. Su Moulin Rouge neo-noir. Ese cuarto de circunferencia que era acompañado por cuatro elegantes taburetes a juego y presidido por un mueble repleto de los mejores destilados hizo que Lucía pensara que lo mejor sería tomar algo en la esquina predilecta de su casa, en su espacio de juegos… pero el libro de Dale DeGroff que acababa de tirar al apoyarse en la mesa sin fuerzas le devolvió a la cruda realidad.

Tumbada en el sofá con su manta de pelo largo, miraba triste el libro del suelo. Su trago tendría que esperar. Lucía llevaba una semana enferma. Al principio fue un ligero dolor de cabeza junto con tos y algo de dificultad para respirar. En esos primeros días, cuando peor lo pasaba era en la hora de la comida: cada bocado se convertía en una bola de afiladas agujas que se clavaban en su esófago cuando intentaba tragar. Hoy pensó que una siesta le vendría bien. Cerró los ojos. Al rato se vio a ella misma caminando feliz por un campo de trigo con el sol poniéndose en el horizonte. Los pájaros cantaban alegres mientras revoloteaban cerca. Entonces, justo cuando ella salía del campo de trigo, el último rayo de luz cayó súbitamente y todo se vio invadido por la más cerrada oscuridad. El silencio lo anegó todo. Lucía estaba ahora atrapada por un tenebroso bosque de álamos de rugosos troncos grises con largas ramas que se retorcían realizando guturales ruidos y se giraban hacia ella señalándola. De repente, se levantó una fría bruma con olor a moho y azufre que le impedía moverse. De entre los árboles surgió una imponente sombra que caminaba con paso firme hacia ella. Lucía intentó huir, pero  a pesar de que su cerebro emitía la orden de escapar, sus piernas no le obedecían. Estaba paralizada. Ya a pocos pasos de ella pudo ver quién era ese  espectro que le acechaba. Vestía una larga capa negra con capucha y blandía una guadaña gigante. La parca venía a buscarla.
El ángel de la muerte sujetaba firmemente su inmensa hoz con sus esqueléticas manos. Acercó lentamente la corroída hoja al cuello de Lucía. El olor a óxido del filo inundó el ambiente. El pánico se apoderó de ella. La Muerte alzó la guadaña para darle el golpe de gracia…

Entonces un agudo zumbido le volvió a la realidad. Sólo había sido una pesadilla fruto de los delirios de la fiebre. Otra pesadilla más. El timbre de la puerta la había despertado. “quién podrá ser” -se preguntó. Aún adormilada, se levantó y dobló levemente su manta de pelo para dejarla sobre un brazo del sofá. Se dirigió a la entrada y una vez allí, precavida, observó por la mirilla quién la había desvelado. Lo que veía la dejó petrificada: una silueta negra con capucha esperaba al otro lado. ¿En realidad la Muerte venía a buscarla? ¿Acaso aún estaba soñando?

Fran terminó de comer y como siempre ayudó a su mujer a fregar los platos. Continuamente lo hacía antes de volver al trabajo. Todos los días la misma rutina. “Las buenas costumbres” decía. Por ello estaba un poco desubicado con el confinamiento por el estado de alarma, aunque lo cumplía con una sonrisa en la cara y a sabiendas de que era lo debido.  El delicioso café con ese característico olor a chocolate ahumado que siempre tomaba al salir del piso en la coctelería de su vecina y amiga Lucía tendría que esperar hasta no se sabe cuándo.

—Fran cariño, -dijo su mujer- saca a pasear a Lady mientras yo seco los platos.

—Jeje, me has leído el pensamiento…-contestó sonriendo Fran mientras se asomaba a la ventana para comprobar que el cielo azulado que se apreciaba hace unos minutos amenazaba ahora con lluvia.

—Es que eres como una caja de sorpresas… -respondió su esposa irónicamente haciendo referencia a los predecibles hábitos de Fran-. Mi cajita de sorpresas preferida.-añadió cariñosamente.

Fran cerró la cortina, cogió su sudadera negra de algodón, se puso unos guantes de latex  y se dirigió a la puerta. Allí le esperaba impaciente con las orejas erguidas y su correa en la boca Lady, la inteligente Yorkshire terrier de la familia. “Vamos a la calle, chula”-Le dijo mientras le colocaba la correa. En el pasillo del bloque de pisos tan sólo se oían las pisadas de Lady arrastrando sus patas por la ansiedad de llegar a la calle. Antes de salir, mientras se colocaba la capucha para prevenir mojarse ante la llovizna que intuía estaba cayendo vio algo extraño: en uno de los buzones de la portería se podía ver cómo sobresalían arrugadas y apretujadas como una decena de cartas. Algunas incluso se habían caído. Parece que hacía tiempo que el dueño no cogía la correspondencia. Fran decidió acercarse y comprobó que ese buzón pertenecía a Lucía. Se arrodilló con inquietud, recogió cuidadosamente las cartas esparcidas por el suelo y, preocupado, dio media vuelta para comprobar qué le ocurriría a su amiga.

Ya más espabilada, Lucía volvió a mirar por la mirilla de su puerta. La imagen que se reflejaba en su retina ahora no se le hacía tan terrorífica: bajo esa antes siniestra capucha negra consiguió distinguir la amable pero  intranquila cara de Fran, su vecino. Abrió la puerta y dio dos pasos atrás.

—Menudo susto me has dado, estaba dormida. -dijo Lucía forzando la sonrisa.

—Quería mi café, sabes que soy un tío de hábitos -prosiguió Fran intentando bromear mientras se quitaba la capucha-. Iba a sacar a pasear a Lady y he visto tu buzón lleno. Incluso había algunas cartas tiradas. Me he preocupado -explicó, ofreciéndole la correspondencia cortésmente.

—Gracias Fran. Déjalas en el suelo. Lo siento pero estos días he estado un poco indispuesta. Creo que he pillado el virus de mierda este.

—¿Necesitas algo?-continuó Fran-. Tienes mal aspecto.

—No gracias, de hecho ya estoy mucho mejor… tan sólo necesito descansar.

— Como quieras, Lucía. Si necesitas algo ya sabes dónde vivimos. Recupérate pronto.


—Muchas gracias. Cuídate Fran. Chao -concluyó, recogiendo las cartas del suelo y cerrando la puerta.

Pasaron los días. Hoy el sol no sólo se colaba entre las cortinas. También traía un aroma purificador, fresco, que contagiaba paz, que traía la primavera. La enfermedad había remitido. Lucía se sentía mucho mejor. Una media sonrisa se volvía a dibujar en su cara. Esa sonrisa le llenaba de optimismo y le hacía volver a ver el vaso medio lleno.  Le pareció buena idea publicar algún mensaje de ánimo en las redes sociales para intentar contagiar algo de positividad, además sentía que sería una buena terapia para ella. Sentada cómodamente en su sofá alcanzó el teléfono móvil y lo desbloqueó; pero antes de abrir la aplicación de Facebook,  se percató de que tenía un mail de la Seguridad Social:

“En relación con su solicitud de presentación de prestación extraordinaria por cese de actividad para el trabajador autónomo le adjunto Resolución desestimatoria al no cumplir todos los requisitos para acogerse a dicha ayuda”

Otro jarro de agua fría. Parecía que el destino no quería que Lucía levantara cabeza. Aunque esta vez ella se sentía culpable. De inmediato recordó que en el pasado cuando se fue a la capital e intentó en un arrebato abrir un local sin mucha suerte dejó 4 cuotas de cotización de autónomo sin pagar. Tiempo después cuando intentó negociar para saldar la deuda, los intereses de demora le hicieron imposible el pago. Sabía que algún día ese fantasma volvería. Lo que ella aceptó como una lección de juventud, un error que nunca volvió a repetir, se convirtió en una sentencia. Y lo que no consiguió la enfermedad lo había conseguido el sistema. La sentencia de muerte de Lucía. La depresión se apoderó de ella. Se sintió ahogada en su vaso. En el fondo. En silencio. Hoy, un vaso medio vacío.

El tiempo pasaba. Unos pocos días que no sirvieron para que Lucía abandonase el desánimo que la invadía. La monótona rutina diaria por el  confinamiento no hacía sino empeorar la situación. Tumbada en el sofá, desaliñada y con la mirada perdida en el infinito. Lo único que se podía oír, magnificado por los altos techos de su dúplex era la televisión, prendida en un canal aleatorio con la única excusa de hacer ruido. Entonces, un sonido agudo interrumpió su displicencia. El timbre de la puerta estaba sonando. Sin ganas, se levantó del sofá y, arrastrando los pies por el frio suelo, se dirigió hacia la puerta.  Abrió sin siquiera asomarse por la mirilla como solía hacer.  De inmediato, al reconocer los rostros de las dos personas que esperaban en el portal, una cálida lágrima recorrió la mejilla de Lucía.

—Nosotros tampoco te vamos a abandonar –dijo con voz emocionada  Julián, su compañero de trabajo, cuyos grandes ojos azules no podían esconder la emoción de volver a ver a Lucía.

—Te traemos un regalo de Sebastián: son de su propio jardín.-Comentó risueña Mercedes, la novia de Julián mientras le entregaba un precioso ramo de lirios, rosas amarillas y tulipanes, que de inmediato colapsó el ambiente con una fresca fragancia.

—¿ Qué hacéis aquí los dos?-consiguió pronunciar Lucía entre lágrimas.

—Un vecino tuyo llamó a Juan Carlos -prosiguió Julián-. Le dijo preocupado que te había visto bastante mal. No tanto por la enfermedad sino que vio algo extraño en tu estado de ánimo. Juan Carlos nos lo comentó y nos pidió que intentásemos saber de ti.

—Es que Juan Carlos también es nuestro jefe. Hay que hacerle caso… -bromeó Mercedes mientras jovialmente le guiñaba el ojo.

—El caso –continuó Julián- es que Juan Carlos te conoce como la palma de su mano y se ha puesto a trabajar para ayudarte. Nos comentó algo de una deuda que tenías y que era posible que no consiguieras ayuda económica del Estado.

Lucía, temblorosa, tan sólo pudo asentir con la cabeza.

—Entonces, -prosiguió Mercedes- se puso en contacto con el padre de Pedrito, nuestro barback, para barajar la opción de que te ofreciera trabajo temporal en su cadena de paquetería. Juan Carlos le envió tu C.V., Pedrito le cansó un poco la cabeza a su padre para que accediera y ya sólo falta tu respuesta…

—Muchas gracias… -consiguió articular Lucía no sin dificultad debido a la emoción que la invadía intentando asimilar que todos se habían preocupado por ella.

Lucía, siempre solitaria, y que tantos altibajos había vivido en tan poco tiempo vagando por un desierto sin pedir ayuda, se dio cuenta de lo que de verdad importa: la sencillez de la amistad. Su mente dejó a un lado los miedos que le habían corroído estos últimos días. Ya no pensaba en virus, aislamientos, deudas ni soledad. En este momento se sentía plena, ya que tras la adversidad en la que había estado sumida había conocido a sus verdaderos amigos. Personas que querían recorrer con ella su camino. Personas con las que volver a llenar su vaso.

EPÍLOGO

Y, ¿quién es en realidad Lucía? Pues efectivamente, Lucía soy yo. Y Eres tú. Porque Lucía somos todos. Todos los que añoramos estar disfrutando detrás de la barra, los que incluso hemos crecido en ella y la hemos utilizado como campo de juegos. Los que estamos deseando volver a reírnos con los compañeros, volver a sentir la sensación de enfado cuando se nos cae una copa al suelo. Apreciar el sonido que emite una botella de espumoso al descorcharse o cómo burbujea una cerveza mientras se derrama por el lateral de la copa. Estimar una amena conversación con un cliente o simplemente, al aconsejarle un trago, conectar con él. Volver a valorar el aroma de un buen arábica recién hecho en la mañana o animar a los “parroquianos” poniendo la última ronda a las 23:59 con la música a todo volumen. En resumen, Lucía somos todos los que brindamos por los bares. Con la copa siempre, al menos, medio llena.

Santiago Escribano

ADIOS, LUCÍA (por Santiago Escribano)

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